Iluminación (pequeño esbozo de una muerte)
I - Sueño
El hombre se detuvo.
Entonces sintió el dolor de su cuerpo. Sintió pequeñas agujas en
las piernas, los pies hinchados dentro de las botas y el pecho a
punto de explotar. Parecía como si de repente se le hubiera cortado
el aire y se ahogaba. Se llevó una mano al pecho, instintivamente.
Los ojos, desorbitados, intentaban traspasar la oscuridad, cortada
apenas por el reflejo de la luna sobre el bitumen y las luces de
algún coche que, ocasionalmente, atravesaba la ruta. Encorvado, con
las manos sobre las rodillas aguantando el peso de su cuerpo, parecía
a punto de caer. Se balanceaba peligrosamente hacia delante y atrás,
moviendo las piernas sin coordinación en una danza primitiva. A
pesar de todo, no sentía miedo. Su conciencia tomaba nota de las
señales que daba su cuerpo adolorido e intentaba (en vano) recordar
donde se encontraba.
Y cayó. La tierra
húmeda por el rocío de la noche, lo recibió blandamente, como si
lo hubiera esperado por mucho tiempo. Ya sin luchar con su cuerpo, se
dejó llevar por la brisa del mar allí próximo. Lo último que vio
antes de desvanecerse, fueron las estrellas clavadas en el cielo. Le
parecían tan cercanas, como guías bondadosas que lo acompañaban. Y
cerró los ojos.
II - Despertar
Ese día la alarma
del reloj no había sonado y cuando despertó, el sol del verano ya
quemaba la tierra. Se levantó sobresaltado al darse cuenta que era
tarde y a los tropezones llegó al baño. Se lavó la cara y al verse
en el espejo, se sorprendió. Era su cara sí, pero era otro. O más
bien, se veía a si mismo como otro. Por alguna razón, experimentaba
una distancia entre esa conciencia, esa voz en su cabeza que
recopilaba datos del que hasta el dia anterior habia sido su rostro
de siempre, que procesaba la información que le llegaba y dictaba
órdenes, y ese rostro nuevo, desconocido, que no salía de su
asombro. Intentaba descifrar en cada rasgo, en cada arruga, en una
mueca, algo que le hiciera reconocerse, alguna pista que develara el
misterio de ese rostro tan familiar y tan ajeno que lo miraba
incrédulo desde el espejo.
Se miró las manos
detenidamente. Pensó en mover los dedos y estos se movieron. Se
maravilló de la respuesta y rió. Cualquiera que lo hubiese visto en
ese momento lo tomaría por un loco. Pero él se sentía mejor que
nunca.
Se pasó las manos
por su piel, su cara, su pelo. Era un explorador descubriendo un
nuevo mundo. Cada sensación tenía tal intensidad, tal novedad y
despertaba un asombro en él, que se sintió como un niño.
Abrió la ducha y
dejó correr el agua. Cerró los ojos y escuchó el agua caer. Lo
invadió un olor a pino y eucaliptus. El salitre pegado a la punta de
los dedos, el mar abierto de un lugar de la costa. La arena tibia
escurriéndose entre los dedos de los pies y el sol como un dios
benevolo bendiciéndolo. Sentía como su piel filtraba toda la
energía de ese sol que lo vivificaba, que le daba energía. Se
sentía muy liviano, tanto que en un momento sintió como sus pies se
elevaban sobre la arena de la playa. Ese sol comenzaba a crecer y a
abarcarlo todo. Ese sol era el amor que conectaba todas las cosas y
lo hacía fundirse con el cielo, el mar, las sierras allá a lo
lejos, la arena. En un momento todo lo que existía y lo que esperaba
nacer, se concentraban en un punto, un punto que lo abarcaba y lo
sobrepasaba. La razón había quedado muy atrás, hecha añicos
frente a la experiencia que estaba viviendo en este momento. Las
palabras se desvanecían, pues ninguna lograba transmitir ni
remotamente aquello que le sucedía. El cuerpo era un recuerdo, como
un saco viejo y gastado que cuelga en el perchero.
Le sobrevino un
recuerdo: el amanecer sobre la ruta en el ómnibus, con el sol
invernal derramandose sobre el cerro. Pero no era una simple
fotografía en su conciencia, estaba reviviendo ese momento. Que era
esto? Un sueño? Nunca había vivido un sueño tan real.
Fue un poco más
allá: se levantó de su asiento y enfiló hacia la cabina. La puerta
que lo separaba del conductor se abrió automáticamente, adivinando
sus intenciones. Entonces así es como funciona? - se preguntó. El
chófer lo miro a los ojos y sin mediar palabra, desaceleró el
vehículo hasta frenarlo frente a la entrada del Cerro. Acto seguido,
abrió la puerta del ómnibus y con un gesto amable e imperceptible,
lo invitó a bajar.
Una vez que bajó,
el omnibus arranco y prosiguió su trayecto. Un par de curvas más
adelante, se perdió en el horizonte.
Ya solo frente al
camino que conduce a la cumbre inspeccionó que nada le faltara.
Traía sus borcegos, un pantalón cargo con muchos bolsillos y un
buzo polar sobre la remera. De pronto temió haberse olvidado la
mochila sobre el ómnibus. Al instante, sintió el peso
tranquilizador sobre sus hombros. No necesito revisarla ya que sabía
que todo estaba en su lugar. Si – se dijo para sí – así es como
funciona. Y emprendió la marcha hacia la cima.
III - Ascenso
El sol se levantaba
perezosamente sobre el horizonte mientras iluminaba la ladera donde
serpenteaba el camino hacia la cumbre. El hombre caminaba
decididamente, sin apuro, pero sin detenerse tampoco en el camino.
Calculó que a ese paso, en un par de horas llegaría a la cima del
cerro. Una determinación tenaz lo movía en dirección ascendente.
Ráfagas de viento helado le cortaban la respiración, mientras
aspiraba el aire vegetal que lo envolvía. Aparte del sonido de sus
borcegos sobre la tierra, el silencio reinaba. Parecía que el mundo
se hubiese suspendido desde que comenzó la marcha. Es extraño –
pensó – No escucho el canto de los pájaros. Ni bien terminó de
pensarlo, escuchó un tero por allí. Enseguida, el trino de una
calandria. En un instante, el cerro se llenó de una sinfonía, que
le pareció celestial, que comenzando en la cima bajaba hasta donde
se encontraba. Pero no era simplemente el canto de un pájaro
cualquiera: cada canto que podía percibir, correspondía a un
recuerdo específico de algún momento feliz de su vida. Por ejemplo,
ese venteveo que escuchaba por allí, no era cualquier venteveo: era
el mismo que escuchaba en la vieja casona de la costa en aquellos
veranos de su infancia. Comprendió entonces que en esta realidad en
que se encontraba inmerso, afluían a el todos los recuerdos felices
de su vida. Y que ese camino que recorría era el camino que había
construido con fragmentos de felicidad durante su existencia. Todo el
amor, la belleza y la bondad que recibió y que había dado lo
acompañaban en su tránsito. Pero se daba cuenta también, que cada
imagen tenía su reverso: el dolor, las heridas que sufrió o
infligió a otros. Densos nubarrones cercaron el cerro y por un
momento todo se oscureció. Su corazón se entristeció y por primera
vez desde que comenzó su trayecto, miró hacia atrás. Y la duda lo
invadió. Sintió el peso de su mochila, el dolor de sus pies
hinchados, el frío cortante que le hería el rostro y se filtraba
por entre sus ropas. Se sintió triste, sucio, cansado. Y temeroso.
Quizás todo esto era una locura. El camino restante era muy largo y
empinado. Y aún si continuaba, la tormenta parecía a punto de
abalanzarse sobre el. Y después de todo, que esperaba encontrar allá
arriba? Y sutilmente, como un pequeño rayo de luz que se cuela por
el hueco de la cerradura, escucho una voz antigua, que parecía
provenir del fondo de los tiempos y su memoria. “Dios mora sobre
los cerros”. Y miró hacia arriba. Un pequeño punto luminoso se
abria paso entre las nubes oscuras al tiempo que estas retrocedían.
El punto se amplió, cada vez más, con más fuerza mientras
incendiaba con su luz todo el cerro. El hombre, preso de un renovado
impulso, se desprendió de la mochila y caminó. Toda su conciencia
se sentía atraida hacia la luz. Las imagénes se despedazaban y
revelaban su energía. No había más espacio para nada en el que no
fuera la luz y su amor. A su paso se borraba el camino, los árboles
se desvanecian y el espacio se transformaba en una bruma luminosa que
lo envolvía. Ya no caminaba, sino que era lentamente atraido hacia
la cima. Cuando no hubo más nada a su alrededor, ni cuerpo que fuera
atraido, comprendió. El era la luz. Y brilló.
IV - Final
- Bueno, que tenemos
acá? - dijo el inspector mientras se acercaba al terreno delimitado por las cintas amarillas.
- José Gómez, 38
años – el policia revisó su libreta – Tiene domicilio en la
capital. Eso según el documento. Después no hay nada más, ni
celular ni nada.
El inspector ojeó
el documento, corroboró los datos y miró el cuerpo tendido sobre el
pasto. Tenía una expresión relajada, las manos sobre el pecho, si
hasta parecía que estaba tomando una siesta.
- Causa de la
muerte?
- No se sabe. No hay
signos de violencia, tampoco nada que haga pensar en un suicidio o
accidente – levantó los hombros – Quizás un paro, un derrame, quien sabe.
Habrá que ver que dice el forense.
El inspector sacó
un cigarro y mientras lo encendía , preguntó
- Quién lo
encontró?
- El ciclista, ahí
– lo señaló con la cabeza- Igual no tiene mucho para aportar.
Salió a andar en la ruta como todos los sábados, vió un bulto,
frenó y enseguida nos llamó.
- Bueno – resopló-
por lo visto no hay mucho más que hacer acá- y mientras pitaba el
cigarrillo, miró en derredor. La ruta que atravesaba el campo, las
flores silvestres que crecían al costado del camino. Más allá, alguna casita perdida. E imponente
detrás de ellos, el cerro. Cerró los ojos por un instante.
Súbitamente recordó sus escapadas en bici con la barra de amigos, a
la hora de la siesta, para tirarse debajo de algún árbol y
compartir charlas interminables y risas. O los paseos con su primera
novia y el descubrimiento del amor y el sexo. De repente sintió un
deseo irrefrenable de subir el cerro. Una fuerza que nacía del
centro del pecho y empujaba su cuerpo. Tan sólo dejarse ir y
caminar…
-Inspector- surgió
la voz del policia rompiendo el hechizo – Preguntan si ya pueden
llevarse el cuerpo- y al verlo agregó- Se siente bien?
El inspector lo miró
unos segundos, mientras su conciencia lo devolvía al momento
presente.
- Si, claro- dudó
un momento – Sólo pensaba.
- Qué pensaba?
Lo miró a los ojos
aspirando la última bocanada de humo y mientras tiraba el cigarro,
dijo
-Que es un buen
lugar para morirse.
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