Acá atienden rápido


- La verdad que no me esperaba esto.
El tipo inclinó la cabeza unos centímetros, los suficientes para mirarme por encima de sus lentes grasosos. Tenía una expresión de cansancio y aburrimiento de siglos. Preguntó, casi como si recitara un dictado:
- Y que esperaba?
Se ve que era una pregunta habitual.
- En realidad no esperaba nada – respondí.
- Bueno, ya ve. Esto sobrepasa sus expectativas entonces.
No tenía nada que agregar ante un razonamiento tan lógico. Y de cualquier manera, si tuviera algún reclamo, el tipo sólo era el empleado de Informes. Sabía bien como funcionaba esto.
- Bueno - dijo, mientras se sacudía una pelusa imaginaria del saco - ahora saca un numerito y espera que lo llamen por la pantalla - me lanzó una mirada admonitoria - Trajo todos los papeles verdad?
- Si claro - dije mientras le mostraba la carpeta marrón con el número de trámite y en grandes letras negras: Pablo Ramírez.
- Bueno, muy bien - respondió, por decir algo.
Ya había perdido todo interés en mí persona y, sin despedirse, atravesó la puerta vidriada de Ingresos y regreso a su cubículo.
Me quedé unos segundos observando la oficina. Era una sala de espera como todas, como tantas que había visto en mí vida. Cuatro hileras de bancos de plástico negro, en fila, más una hilera de costado al lado de la puerta. Un dispenser de agua, de los de bidón. Un par de macetas en las esquinas, con esas plantas cuyo nombre no se, pero a las cuales llamo genéricamente de "oficina pública". Triste destino para este ejemplar de la botánica, terminar como adorno de las reparticiones de la administración del estado. Completaba el paisaje un ventilador de pie, grande y ruidoso, que no llegaba a aplacar el calor de aquel verano. Y, por supuesto, los mostradores. El oráculo de Delfos. Allí donde se decidía la suerte de miles de personas. La condena o la salvación. Un miserable mostrador de madera en ele, con una mampara de vidrio que separa a los semidioses de los simples mortales. Y sobre ellos, la pantalla donde, si era afortunado, en breve aparecería mi número para ser atendido.
C 087. Ese era mi número. Veamos la pantalla.
B 563.
Qué?
Volví a mirar mí número. El C 087 seguía allí. Pero ya no veía solo un número. Era la cifra de mí condena. “Acá hay algo mal” pensé. Me arrimé a un veterano muy bien vestido, que estaba parado junto al dispenser.
- Disculpe - el hombre me miró amablemente - Que número tiene?
Metió su mano en el bolsillo del saco gris impecable y sacó el papelito.
- B 666 - respondió con una sonrisa que crecía bajo su bigote extremadamente prolijo. Tenía una voz aterciopelada que me causó una impresión profunda. Rondaría los 60 años, pero también podría ser más joven. Todo su aspecto delataba un cuidado en su físico como en su vestimenta. Parecía de ese tipo de persona que ha vivido y visto mucho. Un hombre "de mundo", como solía decirse. Me pregunté que trámite lo habría llevado a esta oscura dependencia.
- Mire - proseguí con mis indagaciones- el tema es que creo que debe haber un error.
- Que error? - preguntó mientras mantenía sus ojos claros y profundos, con esa mirada pacífica del primer momento.
- Es que, si mis cálculos son correctos, entre el número que figura en pantalla y el que tengo aquí - agite la mano con el dichoso papelito- deberían haber 524 personas antes que yo.
- Ajá. Entonces?
Lo miré extrañado. Era bastante obvia la situación que se planteaba. Pero decidí que lo mejor era explicar mí razonamiento, por demás sencillo:
- Que en el mejor de los casos habrán 30, 40 personas como máximo en esta oficina.
- Las contó?
- Créame que no lo necesito. Trabajo en una oficina similar a esta y se cuánta gente puede haber en los días más concurridos.
- Ah, es empleado público?
- Era.
- Ah claro, es verdad ja – dijo mientras esbozaba una sonrisa – Cuesta acostumbrarse, no? El ser humano es un animal de costumbres, dicen. Imagino que más en su rubro, donde todo se rige por horarios, fechas, formularios, firmas, números de expediente, etc. Toda una maquinaria compleja.
- Tiene razón usted. Una maquinaria compleja y, permitame agregar, estúpida. Sin alma. Un enorme monstruo gris que devora personas y escupe papeles. Debiera ser más sencillo, más humano en fin. Pero las cosas son como son, no?
- Así es, las cosas son como son.
Era muy agradable, en medio de ese paisaje deprimente, poder hablar con este sujeto. Parecía mirar más allá de mi persona. Sentía que podía adivinar mi alma, descubrir cosas que incluso yo desconocía. Me sentía tan a gusto que había olvidado por completo el motivo de mi acercamiento a él.
- Disculpe, no me presenté: Pablo Ramírez – y le extendí la mano.
- Lucio Ferrer, mucho gusto – y me apretó la mano con firmeza pero cálidamente. Tenía una piel muy suave, probablemente cuidada.
Antes que pudiera volver a expresarle mi preocupación por la cuestión de los números y la demora en la atención, dijo:
- Y no se preocupe, acá atienden rápido. Ahora, si me disculpa, voy al sanitario – y con una breve inclinación de cabeza, salió por la puerta hacia el hall de entrada en busca del baño.

Roto el hechizo de la compañía, decidí que lo mejor era sentarme y esperar. Me aferré, como un náufrago a su tabla, a las palabras de Lucio: acá atienden rápido.
Conseguí un asiento frente a la pantalla electrónica y por primera vez desde que entré a la sala, hice un relevamiento de la gente. Efectivamente, había 34 personas. Algunos eran llamados al mostrador, presentaban los papeles y luego de algunas preguntas de rigor, volvían a sus lugares. Otros salían por la puerta principal, buscando el baño, alguna firma que faltaba, o quizás el aire libre para fumar. Daba la sensación que todo estaba en movimiento, lo cual me tranquilizó. Lo peor de las oficinas públicas y de hacer cualquier trámite en general, es la inmovilidad. Cuando uno está de este lado del mostrador y ve que la cosa no avanza, que el tipo que atiende se va a comer, o se pone a charlar con su compañero. Después de un rato el tiempo comienza a estirarse y se pierde la referencia espacial. Pareciera que toda la existencia de uno se resume a ese trámite en particular. Cuando entré aquí? Cuando saldré? Qué hay más allá de los escritorios, de las paredes, detrás de las ventanas? Si algún día salgo: seguirá existiendo el mundo tal como lo conocí?
Pero siendo sincero, la mayor parte de mi vida la viví del otro lado del mostrador. Era el tipo que se hacía un café entre legajo y legajo. El que salía a fumar justo cuando tocaba tu número. El que atendía a la parejita y, en medio de la consulta, me levantaba para “trasladar la inquietud” al jefe de sección, mientras me perdía en el baño. Si, lo lamento. Pero eran ustedes o yo. Y, seamos justos, cualquiera en mi lugar lo hubiese hecho. Por supuesto que todos los compañeros lo hacían. Siempre llega uno nuevo, con la juventud y los ideales de un estado eficiente y transparente. Pobre. La bestia burocrática se lo lleva puesto. Únete o muere. Que se puede hacer de todos modos? Esta máquina funciona así desde el principio de los tiempos y quien es uno, si no un simple mortal, como para intentar cambiarla? Las cosas son como son, si señor.

-Pablito Ramírez! - resonó en la sala rompiendo la telaraña de mis pensamientos. Volteé a ver quien gritaba a mis espaldas.
- Pablito viejo y peludo jaja!
No lo podía creer. No sé como no lo reconocí cuando entre a la oficina. Exactamente a dos filas de mi, se encontraba el Gordo Sosa. O el Gordo Soso, como lo apodamos en la oficina. Dios, esto es el infierno?
- Que haces acá Pablito? - hablaba con esa voz de pito que me rechinaba. Le hice un gesto con las manos para que bajara la voz. Me empezaba a sentir incómodo, con la gente mirándonos con gestos de reprobación. Como no podía esconderme, decidí que era mejor que se sentara a mi lado, para obviar los gritos. Le hice señas para que viniera.
Se acercó hasta llegar junto a mí. Tenía el mismo olor a naftalina de esos sacos viejos, que pasan de generación en generación.
- Pero que alegría verte Pablito! - dijo mientras se abalanzaba para darme un abrazo. Apenas pude contenerlo mientras me aprisionaba entre sus brazos.
- Está bien Gordo, ya está.
- Disculpame Pablito – dijo mientras acomodaba su cuerpo voluminoso en el asiento de plástico – es que no sabés lo contento que me pone verte acá!
- Es para tanto che?
Nunca habíamos tenido gran relación con el Gordo. Y por lo general, era el blanco predilecto de las jodas entre los compañeros. Gordo, torpe, mal vestido. Las tenía todas en contra. Me acuerdo del flaco Speroni. Ese si que era un hijo de puta! Lo tenía cagando al Gordo. Todas las ideas para joderlo venían de él. A veces se le iba la mano y el Gordo terminaba mal. A mi me daba pena, pero por otro lado, el Gordo se lo buscaba. Y yo que iba a hacer? Ponerme a toda la oficina en contra?
- Y si Pablito! Poder encontrarnos acá, imaginate. - miró al piso haciendo una pausa, como si buscara algo – No sabía que habías dejado la oficina también – dijo con un tono serio que contrastaba con la efusividad del principio.
- Y si Gordo. Unos meses después que vos.
- Y...como fue?
- Muy tranquilo. Estaba en casa, por acostarme y me llegó la citación. Y acá estoy.
- Ah fue fácil para vos – dijo mientras clavaba su ojos de ternero degollado en los míos. Tragué saliva. Sabía que su salida de la oficina había sido traumática. Por decirlo de algún modo, él arregló su retiro. Me encogí de hombros, como quien dice “así son las cosas, que se le va a hacer”.
- Y decime gordo – cambié la conversación – a vos ya te atendieron? Qué número tenés?
- C 100
- Ah ligaste!
- Y bueno, una se me tenía que dar no?
Que lo atiendan ya por favor. Era preferible la versión alegre del Gordo, aunque asfixiante, que esta versión deprimente y llorona.
- Pero claro hombre! - lo animé – Vas a ver que de acá en más todo va a ir mejor.
- Te parece? - dudó.
No me parecía nada, sólo quería sacármelo de encima y a su tristeza.
- Seguro. De acá directo al paraíso ja.
Me miró seriamente, antes de responder:
- Ojalá Pablito. Ojalá.
C100. Le toca.
- Che, te toca – le di una palmadita en la espalda
Pareció recuperar la alegría. Tomó su carpeta, su saco y se levantó.
- Bueno Pablito, fue una alegría verte – se miró las manos, como buscando que decir – Ojalá nos veamos después...después de todo esto – e hizo un gesto abarcando la oficina.
- Seguro que sí Gordo, seguro.
Se quedó parado, sin decidirse si decirme algo más o irse al mostrador. Miró a los costados, como si quisiera cerciorarse de que nadie lo escuchara y se inclinó a mi lado. Susurró:
- Cuidate Pablito. Vos no sos un mal tipo. Un poco boludo nomás. Pero si te movés bien, por ahí podes salir antes.
Y me guiñó un ojo.

Lo vi alejarse mientras resonaban en mi cabeza sus palabras. Que me quiso decir? La parte de boludo la entendí. Me dio un poco de bronca, pero era justo. Ahora, que era eso de que si me movía bien podía salir antes? Al instante pensé en ventanas. Y me sorprendí al no encontrar ninguna. Tampoco había reloj. Cuanto tiempo hace que entré acá? Me empecé a sentir cansado. La cabeza latía al ritmo del corazón y me faltaba el aire. Me aflojé la corbata y me arremangué la camisa. Me levanté cuidadosamente para no caerme, tan mareado estaba. Fui hasta el dispenser buscando algo de agua fresca que me reanimara. Tomé un sorbo y la escupí. Estaba tibia. Ya está bueno de tanta espera, me dije. Y me dirigí hacia el mostrador para explicar mi situación y ver si podían atenderme.
- Señorita..- alcancé a murmurar, cuando la funcionaria me mostró el dedo índice, como pidiendo un minuto. Se agachó detrás del mostrador y al levantarse, dejó un cartel que rezaba “Enseguida vuelvo. Aguarde a ser llamado”. La miré tomar su cartera, esperando alguna explicación. Y dándome la espalda, desapareció. Mire a lo largo del mostrador y vi el mismo cartel multiplicado. “Esto es una joda”.
Volteé buscando encontrar complicidad para mi indignación entre los demás que esperaban. No había nadie.
- Qué pasa acá? - grité en medio de la sala muda. En eso veo entrar a Lucio, lentamente, por la puerta principal.
- Todo bien?- preguntó con esa tenue sonrisa que se dibujaba apenas en la comisura de los labios.
- No, todo mal. Suerte que apareció usted. Todos los empleados se tomaron el descanso al mismo tiempo! Y no solo eso, de repente toda la gente que estaba esperando ser atendida, como yo, desapareció. No me diga que acá no hay algo muy raro!
Lucio me miraba condescendientemente, casi diría con lástima. Pero pronto algo en su mirada cambió. Y comenzó a reírse. Primero eran ligeras convulsiones, como quien se ve tentado e intenta controlarse.
- Que le pasa Lucio? Se encuentra bien?
No pudo aguantar más y largó la carcajada. Literalmente comenzó a encorvarse mientras se agarraba la cara en medio de una risa frenética y sobrenatural. Comencé a indignarme por la reacción descortés de quien creía un caballero. Se lo dije:
- Disculpe, pero no entiendo de que se ríe. Tenía otro concepto de usted.
Me miró y mientras recuperaba la compostura, dijo:
- Ay Pablo, Pablo...no cambiás más eh? Tu amigo dice que sos un poco boludo, pero creo que se queda corto.
No lo podía creer. Cómo este hombre había escuchado lo que me dijo el Gordo? Y que atrevimiento era ese de insultarme así?
- Mire, yo no le falté el respeto. No se que le habrá pasado para hablarme así. Lo único que le digo es que ahora mismo voy a hablar con el director de esta oficina y…
- Yo soy el director.
Lo miré azorado.
- Ya nos presentamos, pero te recuerdo por las dudas: Lucio Ferrer, Director de Ingresos al Purgatorio. Los cercanos me llaman Lucifer, pero como vos prefieras.
Sentí como una patada en la cabeza. Todo me daba vueltas mientras el corazón se desbocaba por salir del pecho.
- Pero...pero…- balbuceé- a mi me dijeron...eh...esto no es jurisdicción del Cielo?
- Verás Pablito, esta es una zona gris. La Burocracia celestial. O infernal, tanto da. Como en realidad aquí se resuelven los casos que no están muy claros, decidimos compartir labores. Los ángeles se ocupan de las firmas, estudiar los expedientes, recopilar información y resolver los casos.
- Y usted? - pregunté con temor.
- Ah, yo soy un tipo sencillo. Sólo manejo esta oficina. - dijo mientras señalaba la habitación.
Y al volverse sentí el fuego que irradiaba de sus ojos, mientras posaba sus manos sobre mis hombros, sujetándome. Y mientras esbozaba la sonrisa más cínica que vi en mi vida, me susurro:
- Así que ya ves Pablito, las cosas son como son, que vas a hacer. Yo te recomiendo que tomes tu carpeta y tu numerito y te sientes. Igual, acá atienden rápido.
La carcajada infernal retumbó en la sala.



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