Sería una tarde más, allá por el 89 o 90. En un rincón al sur del mundo, por las callecitas tristes de una ciudad con vista al mar, un niño se detiene en la acera. La madre, que lo acompaña desde la escuela, decide sacarle una foto. Decide que hay que resguardar a ese niño, ponerlo a salvo del tiempo que, sabe, viene sin prisa pero sin pausa. Que viene como quien no quiere la cosa, así, bobeando, haciéndose el distraído. Pero en un abrir y cerrar de ojos, ese niño no estará más allí. Ese niño volará como las hojas de ese otoño amarillo y en cada invierno, el almanque le abrirá tajos en la piel. Le mostrará un mundo ancho y redondo que, a sus cortos 5 años, ignora. Así que arregla con el fotógrafo, por una módica suma, la salvación de aquel niño. El hombre se prepara. Saca su cámara, ajusta el objetivo y la exposición. Hinca la rodilla al suelo, enmarca al niño, apunta. Y dispara. El fogonazo de luz le arranca media sonrisa y una mirada limpia a prueba de balas. La otra mitad de
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