Sería una tarde más, allá por el 89 o 90. En un rincón al sur del mundo, por las callecitas tristes de una ciudad con vista al mar, un niño se detiene en la acera. La madre, que lo acompaña desde la escuela, decide sacarle una foto. Decide que hay que resguardar a ese niño, ponerlo a salvo del tiempo que, sabe, viene sin prisa pero sin pausa. Que viene como quien no quiere la cosa, así, bobeando, haciéndose el distraído. Pero en un abrir y cerrar de ojos, ese niño no estará más allí. Ese niño volará como las hojas de ese otoño amarillo y en cada invierno, el almanque le abrirá tajos en la piel. Le mostrará un mundo ancho y redondo que, a sus cortos 5 años, ignora. Así que arregla con el fotógrafo, por una módica suma, la salvación de aquel niño. El hombre se prepara. Saca su cámara, ajusta el objetivo y la exposición. Hinca la rodilla al suelo, enmarca al niño, apunta. Y dispara. El fogonazo de luz le arranca media sonrisa y una mirada limpia a prueba de balas. La otra mitad de
A la hora en que los murmullos estivales se apagan como el eco de una canción antigua y lejana y los grillos atacan el primer movimiento de su sinfonía nocturna, el patio se transformaba en un templo pagano. Era cuestión de dejarse llevar por la modorra del atardecer y su paleta multicolor, justo antes de que el negro de la noche lo consumiera todo. Entonces, en la hora mágica, los contornos que durante el día eran el telón de fondo de nuestras actividades cotidianas perfilaban un rostro distinto. Como en un viejo ritual en que la luna naciente oficiaba de sacerdotisa, todo cobraba vida. Bajo su luz espectral, sangre blanquecina derramada sobre la piedra laja, el mundo recobraba su primigenio rostro. Yo me dejaba mecer, entre el rumor de azahares y la cálida brisa veraniega, hacia el altar de la noche. Y escuchaba: los naranjos, que durante el día eran dos ancianos esmirriados y parcos, se soltaban y comenzaban una discusión empezada años atrás. Las naranjas, alegres y vivarachas, dan
I - Sueño El hombre se detuvo. Entonces sintió el dolor de su cuerpo. Sintió pequeñas agujas en las piernas, los pies hinchados dentro de las botas y el pecho a punto de explotar. Parecía como si de repente se le hubiera cortado el aire y se ahogaba. Se llevó una mano al pecho, instintivamente. Los ojos, desorbitados, intentaban traspasar la oscuridad, cortada apenas por el reflejo de la luna sobre el bitumen y las luces de algún coche que, ocasionalmente, atravesaba la ruta. Encorvado, con las manos sobre las rodillas aguantando el peso de su cuerpo, parecía a punto de caer. Se balanceaba peligrosamente hacia delante y atrás, moviendo las piernas sin coordinación en una danza primitiva. A pesar de todo, no sentía miedo. Su conciencia tomaba nota de las señales que daba su cuerpo adolorido e intentaba (en vano) recordar donde se encontraba. Y cayó. La tierra húmeda por el rocío de la noche, lo recibió blandamente, como si lo hubiera esperado por mucho tiempo. Ya sin luchar con
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